“Creo que no nos quedamos ciegos. Creo que estamos ciegos.
Ciegos que ven. Ciegos que, viendo, no ven.”
José Saramago, Ensayo sobre la ceguera
Resulta difícil reflexionar con serenidad cuando el pánico se vuelve el lenguaje cotidiano. La salud siempre será la prioridad humana, pues sin la salud somos muy poco o nada. Sin duda, lo primero es cuidarnos y tomar las medidas que sean necesarias para garantizar nuestro bienestar; sin embargo, tampoco debemos caer en la exageración y el pánico como formas de habitar el mundo que tenemos.
El miedo es el principal elemento de control de las masas. El miedo nos hace dóciles, básicos, apela a nuestros instintos animales de supervivencia y bloquea nuestras capacidades superiores de análisis y raciocinio. En un mundo donde las informaciones (falsas y verdaderas) vuelan de forma contradictoria de un lugar a otro, ya no sabemos en quién confiar, en quién creer.
Todos parecieran querer contar la historia que más les conviene.
Desde finales de enero de 2020 empecé a seguir con interés la noticia de un virus surgido en China con capacidad mortal frente a los humanos. Escribía un nuevo libro con temas de ciencia ficción y poesía, y el tema del virus lo estaba tocando en mi texto desde tiempo atrás.
Vi con sorpresa y admiración como los chinos, en unos cuantos días, tomaron medidas extremas: aislaron a su población infectada, construyeron hospitales y trabajaron con enorme entrega por detener el esparcimiento del brote.
A la vez, algunos casos de contagio empezaron a suceder en países aledaños.
Todo esto me recordó un poco a la publicitada gripe AH1N1 surgida en el año 2009. Una noticia que empezaba a hacerse fuerte en el mundo generando pánico y zozobra. Una pandemia apocalíptica que aseguraba el fin de buena parte de la humanidad y que hoy más bien pocos recuerdan o temen.
El tema del nuevo virus continuó traspasando fronteras. Las radios europeas hablaban con profusión al respecto.
Al principio parecía ser otra de aquellas enfermedades temporales, una suerte de gripe estacionaria que quizás afectaría el mundo asiático y no llegaría demasiado lejos. No obstante, la inmensa maquinaria turística global, se encargó de exportar el virus a distintos puntos del globo terráqueo: la expansión fue inevitable y veloz, se declaró la pandemia llegando a los miles de muertos rápidamente.
De manera paralela, el pánico y la histeria colectiva también empezaron a expandirse por el mundo (quizás incluso más rápido que el mismo virus), los países declararon cuarentenas, las fronteras se cerraron, se detuvieron las economías, se cancelaron todos los eventos.
A la vez, de manera «coincidencial» seguramente, estalló una guerra económica por el precio del petróleo: principal insumo para el movimiento de gran parte de la sociedad capitalista. Los precios cayeron vertiginosamente, las bolsas reportaron pérdidas históricas. ¿Habría también una guerra económica escondida bajo todo ese pánico y miedo que esparcían los noticieros y los gobiernos de manera incansable? Dejémoslo por ahora como una pregunta sugerida que quizá el tiempo nos pueda ayudar a responder.
En Colombia empezaron a reportarse los primeros casos: viajeros provenientes de países europeos donde el virus empezaba ya a hacer estragos. El gobierno nacional, fue negligente en la toma de decisiones más radicales para la contención de la emergencia sanitaria y económica que ya se veía venir en el horizonte. Las llegadas de vuelos y barcos internacionales se debió haber detenido a la inmediatez.
Se hicieron cosas ridículas como un show mediático para traer de China algunos colombianos residentes en el área de Wuhan donde comenzó el virus. Algún genio nacional dijo que prefería quedarse en China, donde seguro recibiría mejor atención médica que la que podrían darle las paupérrimas EPS colombianas. Aplausos para aquel buen hombre.
El impopular “presidente” Iván Duque, sumido en un grave escándalo por compra de votos para su elección, creyó que cerrando la frontera con Venezuela (país que no reportaba en aquel momento ni media decena de contagiados) recuperaría algo de su debilitada credibilidad. De allí en adelante empezó a salir todas las tardes a las 6 p.m. por la televisión nacional, como sus criticados homólogos del otrora terrorífico «castrochavismo». Populismo del primer orden.
El subpresidente, como le llaman comunmente, empezó a hablar de unión, quiso mostrarse como un hombre fuerte y decidido. Mientras tanto, personas infectadas provenientes de países como Italia y España seguían llegando al Aeropuerto El Dorado de Bogotá con escasos controles sanitarios.
Colombia empezó a escalar rápidamente a las decenas y centenas de casos. Hoy resulta ser uno de los países con una de las curvas de contagio más altas del mundo en esta nueva enfermedad (además de las pocas pruebas realizadas y la escasa credibilidad de las cifras presentadas). Reyes del maquillaje.
En lo personal, nunca he puesto en duda la alta peligrosidad del virus (principalmente en los adultos mayores y las personas con otro tipo de enfermedades preexistentes), sé que yo mismo debería cuidarme, pues he sufrido en mi vida de algunos problemas respiratorios por diversas circunstancias.
No obstante, de manera reciente, he escuchado a médicos y científicos hablar sobre el tema con mayor prudencia, y un mucho mejor manejo que el dado en los alarmistas medios masivos de comunicación.
Manuel Elkin Patarroyo, por ejemplo, inventor de la vacuna contra la malaria, criticaba hace poco el mal manejo que la Organización Mundial de la Salud dio al respecto y la exageración que los medios de comunicación han aportado para crear el estado de histeria colectiva y pánico que hoy vive parte del mundo.
Después de casi dos meses de aparición del brote, los muertos no superaban aún las 10.000 personas. Explicaba Patarroyo que la malaria afecta a más de 230 millones de personas al año, y que en un solo día fallecen en el mundo alrededor de 1.500 personas por dicha enfermedad, existente desde los más remotos orígenes de nuestra especie.
Ciertamente, ningún gobierno ni medio de comunicación ha salido a rasgarse las vestiduras por ello.
Y es que sin lugar a dudas, tenemos males mucho peores en nuestro globo: a diario mueren alrededor de 8.500 niños por desnutrición, 200 mujeres son asesinadas por casos de feminicidio; y sin querer ir tan lejos, las muertes por complicaciones asociadas a gripe común o estacionaria, suman alrededor de 650 mil personas a lo largo de un año promedio, según datos de la OMS.
Es cierto que debemos colaborar con las medidas sanitarias (estemos o no de acuerdo con ellas), es cierto que debemos prevenir y hacer desde nuestro círculo social lo posible por ayudarnos mutuamente en estos momentos de tanta zozobra e incertidumbre, pero de poco o nada servirá caer en el pánico que parecen querer vendernos los medios masivos de comunicación y los distintos gobiernos.
Eso sí, quiénes han apoyado la destrucción de la salud pública y la privatización de los hospitales haciendo de la medicina un pueril negocio, muy poco podrán quejarse de la actual crisis. Tarde que temprano vendrá la vacuna y muchos dólares volarán por los aires, eso démoslo por descontado.
Este confinamiento del mundo será, al menos, una etapa de reflexión. De cambio de hábitos. De conciencia planetaria. Es demasiado lo que tenemos por mejorar.
Sigamos creciendo en la solidaridad y el apoyo mutuo que el individualismo neoliberal ha cuestionado tanto en nuestras vidas. Volvamos incluso a una espiritualidad que nos ayude a sobrellevar con mayor paz y equilibrio los momentos de crisis. No dejemos que ese lenguaje del pánico inducido y la histeria colectiva ocupe nuestras vidas.
Como me decía hace poco un buen amigo cercano a la sabiduría indígena: finalmente, nadie se muere en la víspera.
Terminar nuestros días bajo la sombra de la nueva peste es poco probable en términos estadísticos (sólo un 2% al 3% de la totalidad de los infectados ha fallecido desde la aparición del brote).
Por lo tanto no sigamos alimentándonos del miedo en cada conversación. Dejemos de nombrar tanto esta enfermedad, como lo quieren los sabios del mundo Tayrona. Todo ese estrés y preocupación desmedida sí que afectan nuestra salud a nivel general en mayor medida.
Nuestro deber, es estar tranquilos, positivos, llenos de esperanza en la humanidad, en nuestros médicos, en nuestros científicos. Tener algo de lo que los filósofos llamaron “sentido común”, si es que aún nos quedan vestigios de ello.
Hoy sabemos que hay avances grandes en la detección genética de los nuevos virus y que ojalá más pronto que tarde «se descubrirá» la cura para éste virus.
Bien podría ser un negocio bien pensado de tiempo atrás, la oscura cortina de humo tras la cual el capitalismo más perverso ha querido encubrir su debilitamiento, su fragilidad, su crisis sistémica (recordemos la guerra económica que lleva Trump contra China desde que comenzó su mandato).
Por ahora, a quienes caminamos a pie por el mundo, quienes disfrutamos de un poema, un helado, un atardecer, el canto de un pájaro en la mañana, los deportes, la belleza, la lectura, la música, sólo nos queda esperar pacientemente las respuestas.
Comprar el papel higiénico necesario (la enfermedad no produce daños estomacales). No ver demasiados noticieros (o verlos pero no creerles tanto). Y seguir siendo felices, en la medida de lo posible, en un mundo tan caótico y convulsionado.
Esta crisis se superará como se han superado tantas otras. Como se superaron muchas enfermedades “incurables” en el pasado, como se superaron tantas guerras, recesiones y hambrunas en la historia de la humanidad. Pensemos en nuestros abuelos y los abuelos de sus abuelos. Pensemos en todos nuestros predecesores y su fuerza siempre para seguir adelante. Gracias a ellos hoy estamos en pie.
La capacidad de la vida para sobreponerse a las adversidades es muy grande. Confiemos en ella. Confiemos en nosotros mismos.
La vida triunfará (con o sin estos shows del capitalismo tardío), y nuestra múltiple y compleja sociedad humana seguirá su camino en el universo, con todo y sus terribles tropiezos y errores.